jueves, 25 de diciembre de 2014
CAPITULO 6
—Eso estuvo maravilloso.
Pau sonrió a Pedro mientras dejaba el tenedor, ni un poco preocupado de que ella hubiera limpiado su plato. Habían comido juntos muchas veces en el último año y después de la primera vez que había elogiado su buen apetito, ella había dejado de preocuparse por las apariencias.
—O eres demasiado generosa o estabas realmente hambrienta. —Se levantó y cogió su plato de la pequeña mesa de comedor de roble. Con un centro de mesa de pino iluminado por tres velas de color rojo, que era a la vez acogedor e inesperado. Había tantas cosas de él que no sabía. Pero ella quería aprender. Pedro no era buen material para una relación, pero era un hombre fascinante, un gran abogado y un buen amigo por lo que había oído.
Lo vio caminar hasta la cocina, su culo flexionándose a medida que daba cada paso.
Atisbos ocasionales de su polla y bolas la mantenían caliente, y agarró la servilleta para secarse la fina capa de sudor que empañaba su frente. Él también era un amante fantástico y generoso, pero siempre había sospechado eso y oyó insinuaciones de lo mismo.
El impulso de escapar que había sentido en el baño antes era ahora de repente abrumador.
Era hora de irse.
Poniéndose de pie, tomó su gabardina. Era de mala educación irse sin ofrecerse para limpiar, pero quizás un poco de animosidad entre ellos sería una buena cosa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él detrás de ella, el volumen de su voz le decía que todavía estaba a cierta distancia.
—Ya me voy —dijo con indiferencia forzada, mientras su corazón se aceleraba—. Gracias por una gran noche.
De repente, ella fue empujada a la mesa desde detrás por un cuerpo muy duro.
—Háblame, Pau.
Sus palmas se allanaron en la superficie, enjaulándola en el lugar.
—Hemos estado hablando durante toda la cena.
—Sobre todo, excepto de nosotros.
—No hay un "nosotros".
Una de sus manos llegó al bolsillo de su falda.
—¿Cuántos condones has traído? Parece como si tuvieras la mitad de una docena aquí. —Lanzó uno sobre la mesa—. Estabas planeando una noche ocupada. Ahora, de repente, ¿estás saciada?
—Sí, bueno. —Tomó una respiración profunda—. No esperaba que fueras tan bueno. Te encargaste de las cosas en la primera ronda.
—Mentira. Estás tan caliente por ello ahora como lo estabas cuando me saltaste encima. —Envolviendo una mano alrededor de su garganta, él le inclinó la cabeza hacia atrás.
Le mordisqueó la oreja con los dientes y ella se estremeció—. ¿Qué hizo que corrieras asustada?
Se puso rígida.
—No tengo miedo. Sólo creo que ambos conseguimos lo que queríamos y lo mejor es terminar la noche antes de que se complique.
—¿Sabes una cosa? —Pedro dobló las rodillas y frotó la dura longitud de su polla entre las mejillas de su culo. En algún lugar entre la cocina y el comedor, había perdido el delantal. Con sólo la capa delgada de la falda de gasa entre ellos, sentía cada milímetro de su excitación—. No he terminado de conseguir lo que quería y ya es complicado.
—Pedro... —Sus ojos se cerraron en un gemido cuando él ahuecó el peso de uno de sus senos.
El calor se encendió a través de su piel. De repente estaba más que caliente, estaba ardiendo, derritiéndose. Él olía como el cielo y se sentía incluso mejor. Había tenido un montón de fantasías acerca de él, pero siempre habían sido salvajes. Carnales. Follando en su escritorio o en el de ella. Botones volando por todas partes. Manos ásperas y labios agresivos. Nunca había habido esta gentileza, esta preocupación por sus sensaciones y placer.
—Tenías una lista de deseos, Pau. Fantasías sobre mí. Dime por qué ya no quieres vivirlas. —Las yemas de sus dedos le rozaron el pezón y éste alcanzó su punto máximo en una dura punta adolorida.
—Las fantasías no están destinadas a hacerse realidad.
—La mía lo hizo. La tuya también.
—Ese es el problema —murmuró.
Su mano dejó su pecho y le levantó la falda, agrupándola en sus puños. Debería detenerlo, alejarse. Él no la mantendría en contra de su voluntad, a pesar del antebrazo que cruzaba entre sus pechos y el agarre que le sujetaba el cuello. Pero la energía que necesitaba para escapar no estaba allí. Había pasado tanto tiempo desde que había sido sostenida con tan tierna lujuria, no tenía el corazón para rechazarlo.
—¿He llegado a ser demasiado real? —le sopló al oído—. ¿Te gusto, Pau? ¿Sólo un poco? —Un poco demasiado.
El aire frío le golpeó las nalgas en el momento antes de que él se acercara más. Su pene estaba tan duro, tan caliente contra su piel.
Su boca abierta le acarició la garganta.
—Quédate conmigo. —Alcanzando bajo la falda, él la abrió y le acarició el clítoris. Un suave toque como aleteo, rodeando luego presionando. Frotando—. Quédate conmigo.
—Pedro —Sus ojos se cerraron en un suave gemido.
Estaba húmeda, casi empapada y sufría por él. Ella se moría de hambre por el cariño que le daba con tanta libertad. Le asustó cuán necesitada estaba. Hasta esta noche, no se había dado cuenta de lo sola que se había vuelto su vida.
—Abre el paquete —la exhortó con voz áspera como la seda.
Ella alcanzó a ciegas el preservativo, haciendo uso de la reserva que había tenido cuando llegó. Disfrútalo, dijo su corazón, y ella lo haría. Una última vez.
—Estamos muy bien juntos, Pau. —Abriéndole las piernas a empujones, deslizó dos dedos dentro de ella, metiéndolos y sacándolos en un deslizamiento profundo—. En todos los sentidos que importan. —La mano en su garganta bajó a ahuecar su pecho de nuevo. Era más pesado, lleno de deseo por él.
Dedos expertos le acariciaron el pezón, pellizcándolo, acariciándolo a través de su fina camisa y el sujetador de satén.
Ese toque burlón irradiaba hacia fuera y la dejaba sin aliento.
—Toma. —Ella empujó el brazo hacia atrás con el paquete abierto en la mano.
Pedro cogió el condón con dedos temblorosos. Pau había estado lista para irse.
Más que lista. Había estado casi fuera de la puerta. Y él supo en sus entrañas que si no podía llegar a ella antes de que se fuera, nunca lo haría.
—Inclínate hacia delante —dijo con voz ronca.
Cuando sus dedos dejaron su empapado coño, ella hizo un suave sonido de protesta.
—Silencio. —La tranquilizó, empujando suavemente hasta que se inclinó sobre la mesa—. Te voy a dar mi polla en su lugar.
Se quedó mirando la erótica vista mientras se envainaba a sí mismo en látex. Todas las veces que la había visto en el trabajo y pensado lascivamente, nunca había imaginado la vista correctamente.
Sus labios estaban rojos, hinchados y relucientes. Quería lamerla de nuevo y lo hizo, un golpe rápido de su lengua que la hiciera retorcerse. Tomándose a sí mismo en la mano, utilizó la punta de su polla para acariciar su clítoris, para verla retorcerse para él.
Y entonces él la cogió por las caderas y se deslizó profundamente en ella.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró ella, con los dedos arañando la mesa.
Su coño estaba ardiente y apretado como un puño.
—Joder, sí —gimió él, sus bolas se pusieron apretadas y adoloridas. Se retiró y observó a su gruesa vara deslizarse fuera de ella, resbaladiza por su excitación, y luego gimió cuando presionó de nuevo a dentro. Sosteniendo sus caderas, él se quedó mirando el lugar donde se unían, detenido por la visión de follarla como había querido durante tanto tiempo.
—Pedro.
El sonido de su nombre pronunciado tan morbosamente tiró de su corazón. Encorvandose hacia adelante, él entrelazó sus dedos con los de ella y comenzó a empujar en superficiales y cortos empujes, su estómago ondulaba contra su espalda baja. Sus jadeos suplicantes le incitaron, le incitaron a doblar las rodillas para que pudiera acariciar su coño mejor y duro con la amplia cabeza de su pene.
Con la mejilla en su hombro, le preguntó:
—¿Cómo puedes renunciar a esto, Pau?
Ella respondió con un gemido y luego subió las caderas para que él pudiera bombear más profundo.
Extendiendo sus piernas, le dio las largas zambullidas profundas que la hacían gemir sin poder hacer nada y lo volvían loco. Le soltó las manos, moviendo una para ahuecarle el pecho y la otra para fijarle las caderas para así poder girar su pelvis y meter su polla a través de sus avariciosas ondas.
—Dame una oportunidad —dijo con voz entrecortada, estremeciéndose con la necesidad de llegar, con la necesidad de mantenerla cerca hasta que pudiera hacerla cambiar de opinión.
—Tú no... Sabes...
Llegando debajo de ella, le pellizcó el clítoris y se empujó profundamente hasta las bolas. Ella se vino con un grito, agarrando su polla en sus profundidades, le ordeñó en un masaje sensual.
—Dame una oportunidad, maldita sea.
Su "sí" fue un susurro, pero lo oyó. Su liberación fue silenciosa, con los dientes apretados, su polla sacudiéndose mientras bombeaba su semen dentro de ella.
Debió de haber sentido alivio. Debió de haber sentido una sensación de seguridad.
Pero no lo hizo.
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