jueves, 25 de diciembre de 2014
CAPITULO 7
Fue el sonido de revolver papeles lo que la despertó.
Estirándose en el sofá de cuero negro, Pau abrió los ojos y giró la cabeza para encontrar a Pedro envolviendo regalos.
O tratando de hacerlo.
—Estás destrozando la labor de envolver —murmuró, recordando vagamente ser levantada en el comedor y llevada hasta el sofá. El fuego aún crepitaba alegremente. la música todavía sonaba suavemente. A pesar del hecho de que estaba en un lugar extraño, se sentía como en casa.
Vestido con desgastados pantalones de chándal grises, Pedro se sentó más cerca. Giró en la cintura y tiró el brazo por encima de las piernas de ella.
—Estoy tratando de no hacerlo, pero entre más esfuerzo pongo en ello, parece que lo hago peor.
—¿Necesitas ayuda?
Él asintió y le dedicó una sonrisa de niño. Con una oscura barba de varios días a lo largo de su mandíbula y el cabello despeinado con los dedos, era casi demasiado guapo.
Doblado hacia ella como lo estaba, los músculos bien definidos de su pecho y brazos sobresalían en marcado relieve. Ella vaciló y luego cedió a la tentación de tocarle el cabello.
Era espeso y sedoso, haciéndola temblar con renovado deseo. Luego él volvió la cabeza para besarle la muñeca y su estómago dio un pequeño vuelco.
Le iba a llevar mucho tiempo superarlo.
Dejando escapar un suspiro de resignación, se sentó y maniobró a una posición a caballo sobre la espalda de Pedro.
Quien se inclinó hacia ella y bostezó. Echándole una mirada al reloj en el manto, vio que eran las dos de la mañana.
—Estar cansado podría ser la razón por la que no estás envolviendo bien —dijo ella con sequedad—. ¿Por qué no te vas a dormir y vamos a repasar cómo envolver por la mañana?
Él entrelazó sus brazos alrededor de las pantorrillas de ella y la miró hacia abajo. —Si me voy a dormir, ¿vas a seguir aquí por la mañana?
—Oh, Pedro. —Pau apoyó su mejilla contra la parte superior de su cabeza—. No seas tonto.
—Estamos hablando de un tipo que preparó la cena desnudo.
Acariciando su boca en su cabello, ella cambió de tema.
—¿Tienes cinta adhesiva de doble cara?
—¿Eh? Eso suena fetichista.
Ella se rió y se enamoró un poquito.
—Para tus regalos.
—Oh... ¡Qué mala suerte! No. Sólo la normal transparente.
—Está bien, maníaco sexual. —Ella miró por encima del hombro de él—. Vamos a ver lo que tienes.
Él volvió la cabeza y la besó en la mejilla.
Su corazón se apretó y tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.
—Hay demasiado papel en los extremos. Es por eso que te es difícil doblar sin apuñarlo.
Pedro tomó las tijeras y cortó.
—¿Así? ¿Es eso suficiente?
—Sí. —Ella deslizó los brazos por debajo de los de él y demostró cómo meter las esquinas—. Ahora pon un poco de cinta justo ahí.
—¿Aquí? —Su voz se había profundizado. Con sus pechos apretados contra su espalda y la nariz por su garganta, su posición era insoportablemente íntima.
—Así está perfecto —suspiró ella, liberando el regalo y retrocediendo. Él le cogió las manos antes de que dejaran su regazo.
Ahuecando las manos de ella sobre sus pectorales, Pedro susurró:
—Tócame.
Ella tragó saliva a medida que la piel de Pedro se calentaba bajo sus manos. Las puntas de sus dedos encontraron los puntos planos de sus pezones y los frotaron suavemente.
Gimiendo, sus brazos cayeron a los costados.
Apoyó la cabeza en su regazo y la vista de su rostro perdido en el placer era demasiado para ella. Pau miró hacia otro lado, asimilando la mesa de café con la parte superior de cristal, la televisión de pantalla plana y el desnudo árbol de navidad por la puerta corrediza de cristal.
—¿No tienes ningún adorno? —preguntó.
—No. —Su voz era un bajo susurro—. Compré el árbol para ti y olvidé los malditos adornos.
Sus manos se detuvieron.
—¿Para mí? —Oh, Dios mío, voy a llorar.
—Sí, sabía por el bloc de notas tuyo y el pequeño árbol en tu escritorio que realmente te gusta la Navidad. A mí también, pero ya que voy a la casa de mi hermana para la cena del día de fiesta, no me había comprado uno para mí.
Para ti, sin embargo, pensé que no sería un deseo de Navidad si no parecía que aquí estábamos en Navidad.
Serpenteando alrededor, ella cambió de estar a caballo en su espalda a horcajadas sobre sus caderas. Cara a cara, se miraron el uno al otro.
—Lo siento, me olvidé de los adornos —dijo.
Y entonces él ahuecó la parte posterior de su cuello y la besó.
A diferencia del profundo beso posesivo que él le había dado en su oficina, este beso era persuasivo, sus labios rozando, su lengua chasqueando suavemente. Pau le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso con todo lo que tenía. En gratitud. En la lujuria. En amor.
Ella se apartó y jadeó.
—¿Qué quieres para Navidad?
—Esto. Tú. Hacer el amor contigo. —Él sacudió sus caderas y ella sintió lo excitado que estaba.
Un regalo que no requería envoltorio. Sin palabras. Ella se levantó la falda, él se bajó los pantalones de chándal de un tirón. Ella lo envainó. Primero en el látex y luego con su cuerpo. Él gimió, ella gritó. Se movieron juntos, sin la prisa que había caracterizado sus encuentros anteriores. Con las manos sobre sus hombros desnudos, ella lo tomó profundo, subiendo y bajando al compás de los sonidos que él hacía.
Apretando los músculos para acariciar su gruesa longitud.
Retirando la camisa y el sujetador para presionar su piel desnuda contra la suya.
—Te he deseado —dijo con voz ronca, guiando sus caderas con manos temblorosas—. Tanto... Dios, eres increíble.
Paula lo hizo durar, sin prisa porque su tiempo juntos terminara. Pero terminó, por supuesto.
El amanecer llegó con demasiada rapidez. A medida que la luz rosada del inicio del sol naciente entraba en la habitación por la puerta corrediza de cristal, ella puso una manta alrededor de Pedro y recogió su gabardina.
—Feliz Navidad —susurró ella, deteniéndose en el umbral un momento antes de cerrar el paso a la vista de Pedro dormido en el sofá.
El chasquido del pestillo dijo el adiós que ella no podía.
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